Algo falla cuando tienen que ser los jueces los que dicten las medidas de conservación en este país. Alguien dirá que son minoritarias, que el porcentaje de conflictos ambientales es muy bajo, que no son representativas, o afirmaciones similares, que tienen prueba tan difícil como la contraria. No obstante, y dicho desde la propia experiencia de años dedicado al Derecho ambiental, podría afirmarse que cada vez son más relevantes los pronunciamientos judiciales que devienes esenciales para la gestión ambiental en nuestro Estado. ¿Cuáles son las causas? Una puede ser el intento de muchas decisiones administrativas de bordear la legalidad ambiental. Otra, la percepción de la sociedad de la necesidad de defender sus derechos colectivos ante los Tribunales.
Esperando un auto
El abogado que recurre contra la Administración intentando parar algún desaguisado ambiental siempre desespera hasta que llega el Auto, y no es una automóvil, sino la deseada resolución del tribunal, sobre las medidas cautelares que ha solicitado. Pasa un día más y no llega, mientras, las obras continuan. Puede ser un cielo abierto, una parque eólico, una pista, una presa, una línea de alta o altísima tensión, o cualquier actividad. El cliente y el abogado desesperan: la justicia es así.
Y cuando llega el Auto se puede decir que el pleito se decanta; si la cautelar no se ha conseguido, toca la resignación. Si se consigue, toca intentar ejecutar la paralización, y la guerra continua.
Hoy he estado esperando un Auto en especial. Tiene que ver con una Urogallina y con la depresión de alguien que está realizando su tesis doctoral sobre unas tetraonidas que muy probablemente desaparecerán si mañana no llega ese Auto. Quizás llame el procurador y, sin colgarle, empiece a enviar un mensaje: «Manuel, es posible que aún salvemos tus gallos y puedas acabar la tesis, una tesis de algo vivo y no de historia animal». O quizás no, y haya que esperar el próximo auto.